Le llaman maternidad subrogada, pero el término tiene un cierto regusto burocrático y, además, es mucho menos explícito que el de vientre de alquiler. Es una práctica cada vez más extendida entre las parejas con problemas de fertilidad, principalmente por la trabas a la adopción que surgen en países como Rusia, que ahora rechaza a las parejas homosexuales y que en estos momentos mantiene en vilo a 500 familias españolas con todos los trámites en orden. El proceso es sencillo: se paga a una mujer para que se someta a una fecundación in vitro y lleve adelante el embarazo, bien con el semen y los óvulos de los padres o de donantes.
La maternidad retribuida está autorizada en muy pocos lugares del mundo, entre ellos la India, donde un embarazo cuesta unos 25.000 euros, y en algunos estados de EE UU, donde la cifra se triplica: unos 80.000 euros. También en Tailandia, Georgia, Ucrania... La mayoría de los candidatos se decantan por la alternativa más barata, así que el fenómeno ha derivado en una nada desdeñable fuente de ingresos para la India (se habla de unos 300 millones de euros anuales), donde proliferan unas 3.000 clínicas especializadas en madres de alquiler, un 'turismo' que atrae sobre todo a ciudadanos de Gran Bretaña, Australia, Japón y a un puñado de españoles.
Uno de los centros pioneros es Akansksha, dirigido por Nayana Patel, una doctora que se hizo famosa al aparecer en el 'talk show' de Oprah Winfrey en 2007 y que se ha convertido en una referencia para parejas de medio mundo que peregrinan hasta el estado de Gujerat en busca de una solución a sus problemas de fertilidad. «Los seres humanos tienen dos grandes instintos, el de autoprotección y el de reproducirse», reflexiona Patel, que se precia de que en su clínica han visto la luz ya más de quinientos bebés gestados en madres de alquiler desde que el Gobierno indio autorizó el procedimiento en 2002.
Las mujeres contratadas suelen residir en unos pabellones que forman parte del complejo sanitario desde que se confirma el embarazo. Proceden de familias humildes y perciben unos 5.000 euros por los nueve meses de embarazo, una cantidad que equivale a unos siete años de trabajo en su país. La pobreza hace que muchas de ellas repitan y repitan hasta llegar a los 35 años, la edad límite que marca la ley para minimizar los riesgos en la gestación. «Con el dinero pueden comprar una casa, educar a sus hijos e incluso iniciar un pequeño negocio. Cosas con las que antes no podían ni soñar», esgrime Patel.
Visto bueno familiar
La doctora exige a todas las candidatas el consentimiento expreso de esposos, padres y otros familiares próximos. La maternidad está bien vista en la India, así que las mujeres que se prestan a la iniciativa no suelen tener problemas de rechazo social. En sus casi nueve meses de 'reclusión' apenas salen del pabellón de la clínica; ven la tele, descansan recostadas en sus lechos o charlan entre ellas. Salvo una emergencia, solo pueden recibir visitas de su familia los domingos. Sujetas a un estricto seguimiento médico, casi todas son sometidas a una cesárea para evitar cualquier escollo durante el parto.
Los aspirantes a padres son la otra cara de la moneda. En la India la mayoría proceden de otros países, aunque la incipiente consolidación de una pujante clase media también lleva a muchas parejas autóctonas al centro de la doctora Patel. Sin embargo, no todo son parabienes. Los grupos que trabajan por los derechos de las mujeres denuncian que estas clínicas «no son más que fábricas de bebés para los más ricos».
Testimonio en primera persona de la experiencia de la gestación subrogada es el libro 'Madre de alquiler, una estrella de esperanza', escrito por la catalana Iolanda Anglés, que decidió ensayar esa vía después de ver fracasar todos sus intentos de reproducción asistida. Iolanda y Xavier son ahora padres de Estel, una niña de poco más de un año que fue concebida en California por Irene, una mujer a la que conocieron a través de una agencia especializada. La pareja catalana consiguió con un crédito y la ayuda familiar los 80.000 euros para el proceso. La gestante, que se llevó una cuarta parte de esa cantidad, les explicó que lo hacía porque a su madre también le había costado mucho quedarse embarazada. Iolanda cuenta en el libro que Irene es ahora para ellos como «una familiar lejana a la que algún día esperamos poder ir a visitar con Estel».
La maternidad retribuida está autorizada en muy pocos lugares del mundo, entre ellos la India, donde un embarazo cuesta unos 25.000 euros, y en algunos estados de EE UU, donde la cifra se triplica: unos 80.000 euros. También en Tailandia, Georgia, Ucrania... La mayoría de los candidatos se decantan por la alternativa más barata, así que el fenómeno ha derivado en una nada desdeñable fuente de ingresos para la India (se habla de unos 300 millones de euros anuales), donde proliferan unas 3.000 clínicas especializadas en madres de alquiler, un 'turismo' que atrae sobre todo a ciudadanos de Gran Bretaña, Australia, Japón y a un puñado de españoles.
Uno de los centros pioneros es Akansksha, dirigido por Nayana Patel, una doctora que se hizo famosa al aparecer en el 'talk show' de Oprah Winfrey en 2007 y que se ha convertido en una referencia para parejas de medio mundo que peregrinan hasta el estado de Gujerat en busca de una solución a sus problemas de fertilidad. «Los seres humanos tienen dos grandes instintos, el de autoprotección y el de reproducirse», reflexiona Patel, que se precia de que en su clínica han visto la luz ya más de quinientos bebés gestados en madres de alquiler desde que el Gobierno indio autorizó el procedimiento en 2002.
Las mujeres contratadas suelen residir en unos pabellones que forman parte del complejo sanitario desde que se confirma el embarazo. Proceden de familias humildes y perciben unos 5.000 euros por los nueve meses de embarazo, una cantidad que equivale a unos siete años de trabajo en su país. La pobreza hace que muchas de ellas repitan y repitan hasta llegar a los 35 años, la edad límite que marca la ley para minimizar los riesgos en la gestación. «Con el dinero pueden comprar una casa, educar a sus hijos e incluso iniciar un pequeño negocio. Cosas con las que antes no podían ni soñar», esgrime Patel.
Visto bueno familiar
La doctora exige a todas las candidatas el consentimiento expreso de esposos, padres y otros familiares próximos. La maternidad está bien vista en la India, así que las mujeres que se prestan a la iniciativa no suelen tener problemas de rechazo social. En sus casi nueve meses de 'reclusión' apenas salen del pabellón de la clínica; ven la tele, descansan recostadas en sus lechos o charlan entre ellas. Salvo una emergencia, solo pueden recibir visitas de su familia los domingos. Sujetas a un estricto seguimiento médico, casi todas son sometidas a una cesárea para evitar cualquier escollo durante el parto.
Los aspirantes a padres son la otra cara de la moneda. En la India la mayoría proceden de otros países, aunque la incipiente consolidación de una pujante clase media también lleva a muchas parejas autóctonas al centro de la doctora Patel. Sin embargo, no todo son parabienes. Los grupos que trabajan por los derechos de las mujeres denuncian que estas clínicas «no son más que fábricas de bebés para los más ricos».
Testimonio en primera persona de la experiencia de la gestación subrogada es el libro 'Madre de alquiler, una estrella de esperanza', escrito por la catalana Iolanda Anglés, que decidió ensayar esa vía después de ver fracasar todos sus intentos de reproducción asistida. Iolanda y Xavier son ahora padres de Estel, una niña de poco más de un año que fue concebida en California por Irene, una mujer a la que conocieron a través de una agencia especializada. La pareja catalana consiguió con un crédito y la ayuda familiar los 80.000 euros para el proceso. La gestante, que se llevó una cuarta parte de esa cantidad, les explicó que lo hacía porque a su madre también le había costado mucho quedarse embarazada. Iolanda cuenta en el libro que Irene es ahora para ellos como «una familiar lejana a la que algún día esperamos poder ir a visitar con Estel».
Texto: Borja Olaizola
Fuente: El Correo